martes, agosto 29, 2006

Bolas de fuego

Un título espectacular, ¿verdad? Esta vez no se trata de una exageración, sino de una historia recién recordada. Todo empezó hace seis años, cuando vivía en un pueblo de la sierra...

Debía de ser febrero, cuando la caldera encargada de suministrarnos agua caliente y calefacción dejó de funcionar. Cierto es que llevaba funcionando muchos años: Cristóbal Colón calentó agua con ella para un baño antes de partir al oeste con sus colegas en tres barcos. Y en aquel momento ya era vieja. A lo que iba, imagina tener que elegir entre ir a la facultad sin duchar por tercer día consecutivo, o meterse debajo de un chorro a temperatura de congelación. Opté por lo segundo, a pesar de que la hipotermia provocaba un azul en mi piel muy poco saludable. Salí rápidamente con una decisión tomada. O venía el técnico a reparar la caldera, o calentaba el agua haciendo una fogata con las cortinas del baño.

Llegó el susodicho experto en reparaciones a las veinticuatro horas. Un ecuatoriano moreno y muy bajito, de esos que arrastran una escalera de forma permanente para llegar a cualquier altura. Desde lo alto de la escalera desmontó, atornilló, golpeó y montó de nuevo, (por ese riguroso orden), mi caldera. Le dimos las gracias, además del mucho dinero que nos pidió. La expectativa de un baño lleno de vapor era maravillosa.

Cinco minutos después, mientras mi padre fregaba los restos de una paella al son de la banda sonora de Pulp Fiction, me llamó a gritos como si le cortaran el cuello con un cuchillo de untar mantequilla.

- ¿Qué ocurre?- pregunté alarmado
- ¡Una bola de fuego, el calentador era una bola de fuego azul y amarilla!
- explicaba él nervioso


Mierda, el sazonador caducado le ha provocado alucinaciones. Espero no empezar yo también a ver dragones.

- Quédate aquí, junto a la llave de paso del gas- continuó- si el calentador se vuelve a incendiar, te aviso y la cierras.

Aquello no me convencía demasiado. Si había una fuga de gas, no me daría tiempo a cortar la llave general. Siguiendo una cadena de razonamientos poco o nada complicada, el gas se inflamaría, la cocina explotaría y cualquier ser vivo en ella (y en el resto del edificio), dejaría de ser eso, un ser vivo. Los dos candidatos con más papeletas para morir éramos mi padre y yo. Eché un vistazo para localizar algo con lo que cubrirme de la deflagración. Ni los macarrones ni un paquete de cereales me iban a servir de mucho. “Arroz tostado chocolateado”. Precisamente estaba a punto de convertirme en arroz tostado. Muy tostado.

Entretanto, empezó a salir fuego de la parte inferior del calentador. Cerré la llave de paso, y empecé a rezar.
Maldiciendo al ecuatoriano y su puñetera escalera, desmontamos la carcasa frontal, y vimos cómo la tuerca principal, esa que ajusta la tubería del gas con todo lo demás, estaba suelta. Mi padre se aseguró de apretar la tuerca, y de que al ecuatoriano le apretaran el cuello en la compañía del gas. No volé por los aires, y la prueba es que sigo escribiendo columnas.
Y vosotros, ¿tenéis experiencia con bolas de fuego?

sábado, agosto 19, 2006

Castillos en la arena

- “Hola ola”.

Con esta estupidez planté la toalla, la sombrilla y el culo sobre la arena hace tres semanas. Lo dije en voz baja, aunque de haberlo gritado a todo volumen y en estéreo casi nadie me habría entendido: las sombrillas de alrededor tenían propietarios rubios y altos, con una piel rosa cerdito que recibía mucha más radiación ultravioleta de la recomendable.

Acababa de llegar a la playa. Estaba armado con un bote de crema solar del calibre 25 y era peligroso. La arena a setenta grados en la planta de los pies solo había acentuado el mal humor que traía del viaje, tenía que relajarme. En ese momento recordé algo sobre técnicas de meditación. Relajar los hombros, cerrar los ojos, respirar pausadamente... nada de eso servía. Así que me dediqué a observar el entorno. Dos rubias, tres morenas, los dos grupos guiris... Una gran pelota entró en mi campo de visión. Se desplazaba rápidamente, dando botes y salpicando agua y arena. Un momento: las pelotas no llevan bañador de flores. Oh, no! Es Gordinflas.

Cualquier científico en África dejaría de observar insectos para atender una estampida de rinocerontes. Del mismo modo, mi atención se concentró en aquella mezcla de niño, grasa y arena a partes iguales. Con la mitad de mis años me triplicaba en peso, una proeza de gran mérito conseguida con mucho esfuerzo y hamburguesas. Gordinflas saltaba, corría y chapoteaba en el agua, desplazando los mismos litros de fluido a cada movimiento que un petrolero de tamaño medio. Contaba el niño además, con una voz de pito inapropiada para su tamaño, sin duda un handicap para sus relaciones sociales y amorosas. Al menos no llevaba gafas.

Algo o alguien gritó a nuestro personaje desde una sombrilla lejana. Como si hubiesen accionado un pequeño resorte, Gordinflas se lanzó a la orilla y comenzó a construir un castillo de arena sin más ayuda que una pala de plástico. Empezaba bien: un cuadrado en el suelo, y una gran base sobre la que levantar los muros. El foso de rigor delante de la puerta. Almenas y ventanas. Un torreón en el centro, con fantasma o princesa dentro. Notable alto en arquitectura, niño lo has hecho muy bien y en solo media hora, sí señor.

Pero su objetivo no era construir un edificio, sino alejarse, tomar carrerilla y saltar en plancha sobre su castillo, aplastando la muralla, el foso, el torreón, el fantasma, la princesa y su puta madre con la panza. Sobresaliente en derribo.

La lección que saqué es que es muy fácil construir castillos bonitos, si son de arena. Si no quieres que una ola, o una barriga los tumbe pronto, entonces dedícale más tiempo a diseñarlo y construirlo. Ponle cimientos y dale tiempo. No lo hagas rápido. Todas las cosas de la vida son castillos. Y vosotros, ¿también los construís rápido y de arena, o preferís el acero templado?

martes, agosto 01, 2006

Desde el este con amor

De la saga de Bond, James Bond, me quedo con las protagonizadas por Sean Connery. El título de la semana lo tomo medio prestado de su "Desde Rusia con amor". No me encuentro en la tierra de los zares y bolcheviques, sino en la costa este española. Sí, otra vez.

Los objetivos para el mes son dormir doce horas al día, tocarse las narices, tomar el sol y desarrollar branqueas durante las otras doce horas en la piscina.
Pienso desconectar todos los circuitos neuronales que no involucren las funciones más básicas: comer, dormir y hacer caquita. El resto, o sea, pensar, es completamente innecesario. Cualquier ameba del Cretácico mostraría más inteligencia que un servidor sobre su toalla en la arena.


Por el momento no tengo ninguna intención de volver a pensar. Bien pensado, no volveré a pensar nunca más. (Aplausos por el juego de palabras).

Reservaré alguna neurona para recordar eventos interesantes para escribirlos aquí. Las últimas semanas son para tirar a la papelera de reciclaje, pero, estén atentos, ("eventos" rima con "atentos", ¿debería cambiar de la prosa al verso?), gracias a los cibercafés, elamigodeunamigo sigue en la brecha.